Lo primero que llama la atención de la novela Puertas de fuego es su falta de rigurosidad histórica. Considerada por muchos como una de las mejores dentro del género, sorprende toparse en ella con anacronismos como el sistema métrico decimal, utilizado en alguna ocasión en el libro, o atribuir a los antiguos griegos un plato como el arroz hervido. Tampoco se trata de lapidar al autor por esto, pero su obra no está a la altura de Cornwell o McCullough, por citar dos nombres de autores de novela histórica con los que se le suele relacionar.

Puertas de fuego narra la historia de la batalla de las Termópilas, en la Segunda Guerra Médica que enfrentó a griegos y persas. Una pequeña fuerza de espartanos y otros aliados griegos, comandada por el rey Leónidas I de Esparta, detuvo el avance del ejército persa, muy superior en número, en el paso de las Termópilas. Lo original de la novela, dentro de que es una historia muchas veces novelizada, es contarla a través de Xeones, un prisionero griego, único superviviente de la batalla, que relata los sucedido al historiador imperial de Jerjes I. Además, Xeones no es un espartano, sino un auxiliar del ejército que acaba en Esparta cuando su pequeña ciudad es destruida.

Los capítulos son breves, convirtiendo la lectura de Puertas de Fuego en algo dínámico y ágil. Es el punto más fuerte de la novela. Incluso se le pueden perdonar ciertos anacronismos. Lo que ya es más difícil de aceptar es el discurso que Pressfield nos quiere transmitir; si no estás de acuerdo, la novela se puede hacer muy cuesta arriba. Como en el cómic de Miller, 300, la Historia se deforma: Esparta es mitificada, convirtiéndola en la encarnación de los valores democráticos contra el autoritarismo, valores que se defienden por la fuerza. El paralelismo con EEUU está claro.